Arata (新) era un niño especial. Desde que era un bebé todos lo notaban: miradas persistentes a las pocas semanas de edad, fuera de lo común en los lactantes; ademanes repetitivos de pequeñas manos que no sabían todavía asir nada a propósito. Sus padres amantes asumieron con cariño todas las tareas adicionales de criar a un niño especial.
Su vida escolar fue menos fácil que la del resto de sus contemporáneos, de una manera apenas más dificultosa: pocas clases adicionales de atención especial fueron requeridas, pues su comportamiento era casi normal. Su fascinación con las imperfecciones que encontraba en cualquier sitio podían consumir su atención por completo, y solo bastaba un amable recordatorio para que se enfocara en las lecciones de sus profesores, y de nuevo se tornara en cabezahueca entrañable, al igual que el resto de sus compañeros de clase.
En sus momentos de ocio, durante el año escolar, recorría la casa con las yemas de los dedos hechas colibríes que exploraban todas las paredes, todos los travesaños, todos los pisos, todas las puertas, todas las ventanas, por dentro y por fuera. El jardín era un safari de exploración que sus sabios padres le reservaban para las vacaciones escolares, permitiéndole explorar palmo a palmo los rebordes irregulares de las flores y el pasto, a veces hasta ya entrada la noche. La sonrisa de felicidad en su rostro era suficiente para disipar preocupaciones por la profusión enrojecida de besos mosquiteros en su piel.
Pasaron los años, pero no muchos…
El hombre que hubiera sido Arata muy apenas llegó, porque el niño sonriente que disfrutaba de encontrar todo reborde áspero y toda muesca inapropiada en donde sea que posara sus manos, ese niño se negó a partir a la edad debida. Su empleo como conserje en el hospital era algo que podía manejar con toda soltura, pero estaba muy cerca de ser el límite de su capacidad mental.
Etsuko (悦子) nunca supo en qué momento preciso dejó de ser una señorita recepcionista, y se convirtió en paralítica de por vida, vía colisión en autopista. Gran amargura fue el tenor de cada segundo de los primeros días al regresar a la conciencia, y su futuro era un punto obscuro que se tragaba toda senda posible. Sin extremidades, y con un rostro que atestiguaba los pormenores de un cruel parabrisas, el porvenir quedaba reducido al momento actual: atención y cuidados profesionales, para mantener un mínimo de salubridad e higiene. Nunca habría un despertar a esta pesadilla. Nunca.
Arata conoció a Etsuko mientras cumplía sus funciones y limpiaba su habitación a diario. Docenas de días que Arata aseaba la habitación, y Etsuko finalmente notaba que, al contrario de cualquier otro visitante en su habitación, que siempre evitaban a como diera lugar mirarla, Arata siempre la admiraba con una sonrisa dibujada en su rostro amplio y curiosamente libre de arrugas en la frente. Pequeños titubeos forjaron conversaciones más allá de nimiedades cotidianas, y cuando todos sus parientes y antiguos amigos cesaron de visitar más que por obligación, Etsuko apenas si sintió un leve desasosiego. Arata llenaba todo momento de sus ratos libres con relatos llenos de detalles sobre la vida secreta de los cerezos y las flores.
—La vida es como un círculo… —trataba de explicarle a Arata, en alguna ocasión, cuando decidió ironizar cómo día a día empezaba a crear paz con su situación personal.
Pero Arata negó todo con una sonrisa y meneando la cabeza una vez, con énfasis.
—No, Etsuko. Un círculo es perfecto. La vida no lo es. Pero… Aunque sea nosotros estamos en la cima del círculo.
Y por primera vez acarició el rostro arruinado, convirtiendo las lágrimas de vergüenza a diamantes con la magia de los colibríes danzantes de sus dedos, que todo lo transmutaban a belleza.
Pasan años, y todavía es posible en ocasiones ver a través del ventanal del hospicio a Arata y Etsuko, sonriendo.
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