«¿Qué es
esto?», se preguntaba una vez tras otra. Esa sensación de vacío en el estómago,
la desazón repentina de mal aliento, la jaqueca fulminante, las náuseas atroces,
el mareo desconcertante, los pezones tumefactos y todo por verle el rostro
angelical a un niño. Apenas tenía unos minutos de haberse sentido así cuando
viajaba en el autobús de regreso a la casa, cuando vio a la señora con su bebé
que abordó mientras ella se apeaba. Y ahora la vecina de al lado salía con sus
hijas a algún mandado, y al verlas la sensación la abrumó, repentina y total,
una vez más.
«¿Qué es esto?».
Una vez dentro de la casa, al menos no correría el riesgo de sufrir de nuevo de…, de lo que fuera eso que le sucedió. Felizmente soltera y sin hijos, su profesión era su vida entera. Para distraerse, intentó hojear una revista de modas. ¡Maldición!, ahora parecía que toda la publicidad en la revista tenía niños. Azorada, dejó a un lado la revista y levantó otra, una de automóviles modernos. Lo mismo. Docenas de pequeños rostros la atisbaban de entre las páginas lustrosas de la publicidad. Con un leve gemido ininterrumpido en los labios, comenzó a manotear una revista tras otra, encontrando sin querer más y más rostros infantiles. De pronto, sin entender por qué, unos ojos azul cielo la detuvieron en seco. Obedeciendo al impulso, arrancó la página y con desgarres bruscos se quedó con esos ojos en la mano, mirándolos con detenimiento. Luego, buscó de nuevo entre los ejemplares hasta que encontró una oreja que la fascinó. Después encontró una cabellera hipnotizante.
El amanecer la encontró de rodillas frente al muro de la sala, donde había adherido —con tachuelas, clavos, cinta adhesiva y hasta engrudo que cocinó con harina y agua cuando se le terminaron los demás objetos— un colage de trozos fotográficos de toda parte de cuerpos infantiles. En el centro, como si fuera moderna Frankenstein gráfica, había la efigie de una niña que, aunque fragmentada e incoherente, le guardaba un cierto parecido a ella.
No regresó a trabajar. Cuando los vecinos se preocuparon lo suficiente para investigar si ella estaba bien y uno de ellos distinguió por la ventana que estaba tendida a media sala, llamaron a la policía y a la ambulancia. Cuando irrumpieron en su morada, encontraron toda la casa tapizada de colages de la misma estampa, y con garabatos rayados con varios implementos. No investigaron mucho, puesto que la mujer estaba al borde de la muerte, casi desangrada por los rasguños en sus antebrazos. Un policía notó que frente a ella, en el muro, decía en escarlata marrón: «Rosario Vélez». Más abajo: «¡Hija mía!».
El siquiatra pidió a la secretaria que buscaran parientes o apoderados para autorizar el internamiento, pero no hallaron ninguno. En su oficina, apuntó en las notas clínicas que el brote sicótico estaba centrado en la alucinación de una ficticia hija, y que la paciente insistía que había tenido una hija, pero que sus vidas felices de repente fueron sustituidas por su vida actual; que, en la otra vida, ella era (o es) madre soltera, pero que el resto de los detalles de su vida eran iguales.
Semanas después, el mismo siquiatra tuvo que atender a varios de los vecinos, porque aseguraban que recordaban a una niña que vivía en la casa de la vecina internada. La policía hizo pesquisas, pero no se encontró evidencia de persona extraviada. Un año después, todos quienes conocieron al paciente cero, a la mujer todavía internada, reportaron las mismas alucinaciones: el recuerdo de una niña de ojos azules que nadie había conocido jamás, y que no existía. Una noche, después de una larga jornada, por pura curiosidad, el siquiatra usó el buscador de Internet. Deletreó con cuidado el nombre. Oprimió «buscar». Obtuvo un solo resultado, un artículo publicado por un periódico de la época:
El retrato que acompañaba al artículo mostraba a una niña de tierna edad, de un parecido asombroso a su paciente cero.
—Te lo dije: estos seres contienen una variable que se dispara al infinito. Ya sé que los cálculos demuestran que es imposible, pero aquí está la prueba: mira en esta región del fractal. ¿Lo ves? Hay ciertas concatenaciones que trascienden el espacio y el tiempo… No, no puedo formular una ecuación para este fenómeno todavía. Vale la pena realizar otras cuantas iteraciones, para cerciorarnos de que no sea una anomalía, pero han sido doscientos de estos experimentos, y la anomalía aparece en cada uno de ellos.
—Muy bien: prepara otra tanda de experimentos.
D
«¿Qué es esto?».
Una vez dentro de la casa, al menos no correría el riesgo de sufrir de nuevo de…, de lo que fuera eso que le sucedió. Felizmente soltera y sin hijos, su profesión era su vida entera. Para distraerse, intentó hojear una revista de modas. ¡Maldición!, ahora parecía que toda la publicidad en la revista tenía niños. Azorada, dejó a un lado la revista y levantó otra, una de automóviles modernos. Lo mismo. Docenas de pequeños rostros la atisbaban de entre las páginas lustrosas de la publicidad. Con un leve gemido ininterrumpido en los labios, comenzó a manotear una revista tras otra, encontrando sin querer más y más rostros infantiles. De pronto, sin entender por qué, unos ojos azul cielo la detuvieron en seco. Obedeciendo al impulso, arrancó la página y con desgarres bruscos se quedó con esos ojos en la mano, mirándolos con detenimiento. Luego, buscó de nuevo entre los ejemplares hasta que encontró una oreja que la fascinó. Después encontró una cabellera hipnotizante.
El amanecer la encontró de rodillas frente al muro de la sala, donde había adherido —con tachuelas, clavos, cinta adhesiva y hasta engrudo que cocinó con harina y agua cuando se le terminaron los demás objetos— un colage de trozos fotográficos de toda parte de cuerpos infantiles. En el centro, como si fuera moderna Frankenstein gráfica, había la efigie de una niña que, aunque fragmentada e incoherente, le guardaba un cierto parecido a ella.
No regresó a trabajar. Cuando los vecinos se preocuparon lo suficiente para investigar si ella estaba bien y uno de ellos distinguió por la ventana que estaba tendida a media sala, llamaron a la policía y a la ambulancia. Cuando irrumpieron en su morada, encontraron toda la casa tapizada de colages de la misma estampa, y con garabatos rayados con varios implementos. No investigaron mucho, puesto que la mujer estaba al borde de la muerte, casi desangrada por los rasguños en sus antebrazos. Un policía notó que frente a ella, en el muro, decía en escarlata marrón: «Rosario Vélez». Más abajo: «¡Hija mía!».
El siquiatra pidió a la secretaria que buscaran parientes o apoderados para autorizar el internamiento, pero no hallaron ninguno. En su oficina, apuntó en las notas clínicas que el brote sicótico estaba centrado en la alucinación de una ficticia hija, y que la paciente insistía que había tenido una hija, pero que sus vidas felices de repente fueron sustituidas por su vida actual; que, en la otra vida, ella era (o es) madre soltera, pero que el resto de los detalles de su vida eran iguales.
Semanas después, el mismo siquiatra tuvo que atender a varios de los vecinos, porque aseguraban que recordaban a una niña que vivía en la casa de la vecina internada. La policía hizo pesquisas, pero no se encontró evidencia de persona extraviada. Un año después, todos quienes conocieron al paciente cero, a la mujer todavía internada, reportaron las mismas alucinaciones: el recuerdo de una niña de ojos azules que nadie había conocido jamás, y que no existía. Una noche, después de una larga jornada, por pura curiosidad, el siquiatra usó el buscador de Internet. Deletreó con cuidado el nombre. Oprimió «buscar». Obtuvo un solo resultado, un artículo publicado por un periódico de la época:
El retrato que acompañaba al artículo mostraba a una niña de tierna edad, de un parecido asombroso a su paciente cero.
—Te lo dije: estos seres contienen una variable que se dispara al infinito. Ya sé que los cálculos demuestran que es imposible, pero aquí está la prueba: mira en esta región del fractal. ¿Lo ves? Hay ciertas concatenaciones que trascienden el espacio y el tiempo… No, no puedo formular una ecuación para este fenómeno todavía. Vale la pena realizar otras cuantas iteraciones, para cerciorarnos de que no sea una anomalía, pero han sido doscientos de estos experimentos, y la anomalía aparece en cada uno de ellos.
—Muy bien: prepara otra tanda de experimentos.
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