En ella, el joven se encontraba en un espacio vacío, oscuro, infinito, y su conciencia era un punto luminoso donde todo existía dentro de él y nada existía por fuera. No existía lo material, sino que la realidad solo era la idea de sí misma que incluía el conocimiento propio. Percibió un alargamiento. Sin saber cómo, de repente tenía dos extremos y el universo era la longitud entre ellos. Otro milagro sucedió en corto tiempo: la longitud se expandió sobre sí misma y ahora el cosmos era su propia superficie. Casi enseguida hubo otro ensanchamiento, y ahora la plana superficie crecía sobre sí misma, creando el mundo que conocemos y todo lo que ha existido hasta el momento. Sintió alivio al haberse encontrado de nuevo, pero poco le duró el gusto: un instante después la creación infinita se infló sobre sí misma de nuevo. Sabía que antes podía desplazarse hacia enfrente, hacia un lado, hacia arriba y en toda dirección intermedia, pero esta última expansión era en una dirección completamente distinta a todas, a noventa grados de lo real, hacia la perpendicular del vacío.
Allí todo estaba delineado con bordes inconclusos y teñidos del polvo de las estrellas, y cada final era un comienzo, y nada terminaba de comenzar. Percibiendo sin ver y conociendo sin saber, todo objeto le resultaba familiar y extraño, y el interior y exterior eran simultáneos y aparentes por completo. No había nada oculto, y los pensamientos brotaban de las mentes como flores iracundas y ponzoñosas que alzaban el vuelo batiendo alas iridiscentes. Hasta las sombras iluminaban los rincones más recónditos.
Adivinó que seguía siendo un simple cubo, pero desarraigado de su continuidad física y cúbica por agencias externas, quizá nativas a este nuevo mundo. Alzó la vista, o al menos pensó hacerlo, y percibió con todos sus sentidos corporales a una plétora de seres maravillosamente terribles, hermosamente horripilantes, que variaban en aspecto de manera continua y aleatoria, kaleidoscopios vivientes hasta en el tiempo, ora infantes, ora ancianos, siempre deslumbrantes.
Cuando uno de estos seres estuvo cerca, como Ícaro, alzó la mano y rozó el borde de su manto sagrado. ¡El dolor! Un tumulto como el de nacer, como el de morir, como el sufrir de mil bocas hambrientas y un millón de laceraciones atravesó su ser, su memoria, su destino… y lo infectó para siempre de la perspectiva teseracta del tiempo.
Al despertar, entendió que en su existencia tridimensional estaban los indicios necesarios para entender su nueva percepción del paso del tiempo. Así como los humanos solo ven en dos dimensiones mientras que su mente calcula esa tercera dimensión que puede comprobar con sus otros sentidos valiéndose del paralaje entre los ojos, y pasan sus vidas apenas intuyendo el paso del tiempo, de igual manera esos seres maravillosos de su visión perciben la creación en sus tres dimensiones mientras que calculan la cuarta e intuyen una quinta, o más dimensiones, quién supiera qué alcance tienen los hipersentidos… Así se dio cuenta de que los humanos perciben el universo como un triángulo equilátero: un lado es su percepción, el segundo es la materia misma y el tercero es el momento presente. Entonces, para los humanos, el futuro es una sucesión de triángulos equiláteros cada vez más pequeños mientras más distantes en el tiempo. Solo es posible conocerlos al pasar más allá del triángulo actual, y solo se puede avanzar en orden: uno ha de llegar al último futuro hasta el final. Estando convencido de que su visión era cierta, de que esos seres eran reales, el joven dedujo que entonces el tiempo no era esa sucesión ordenada y férrea de triángulos equiláteros. No, el tiempo era una gama de todo tipo de triángulos, de todo tamaño, apilados al azar y disponibles al gusto. Su limitado cuerpo de tres dimensiones reales y una cuarta intuida no podía acceder al futuro, pero podía vivir en el pleno presente, cosa que ningún otro humano hace.
Esta nueva libertad lo llenó de soberbia. Su alma floreció en mezquinidad, como cualquiera que nunca ha gozado un ápice de poder y autoridad lo haría al hallarse en repentina posesión de una ventaja incomparable. Porque podía percibir el momento actual y reaccionar en ese preciso instante, al principio saldó cuentas a puño limpio con rivales reales o imaginarios. Después descubrió que el hurto era fácil, ya que la mano en realidad es más rápida que la vista, sobre todo con una mente igual de rápida que la mano. Una vez aburrido de adquirir posesiones que nunca terminaría de disfrutar aunque viviera mil años, decidió dedicarse al homicidio. Por algún tiempo lo hizo por placer antes de hacerlo por negocio. Su fama creció hasta volverse leyenda viviente, hasta que todo aquel que conociera de sus aptitudes temiera mencionar su nombre en voz alta.
Infalible e intocable pudiera ser, no así el resto de sus seres queridos. Ancianos, mujeres, niños, ninguno se salvó de crueles venganzas de un mundo repleto de enemigos rencorosos. Ni sus mascotas salieron ilesas, y el joven, ahora en su cuarta década de vida, lamentó con amargura todo cadáver violado, descuartizado, incendiado, sabiendo que todos ellos lo sufrieron todavía vivos. Tomó sus mal habidas ganancias y huyó a enclaustrarse. Creó compañías falsas y sobornó a quien fuera necesario para arrendar a perpetuidad alguna isla. Al norte de Porto Sol encontró un islote, considerado sagrado en un pasado algo lejano, que permanecía inhabitado. Contrató ingenieros y compañías de construcción en el continente y, aunque costoso, logró construir lo que se proponía sin que ningún habitante de las islas Circinus se enterara. Sus aposentos fueron subterráneos y parcos. Él mismo diseñó la única estructura que estaba a plena vista en la isla, emplazada sobre su recoveco. Era una explanada cuadrada de concreto, donde se erguían columnas sin basa, capitel ni techo, de distintas alturas y anchuras, colocadas al azar, pareciera, coronadas de células fotoeléctricas. Pero era una de las maravillas secretas del mundo: no había manera alguna de pararse en un extremo de la explanada y mirar a través de las columnas el extremo opuesto, sin importar dónde se colocara uno. Lo llamó Karesansui, y pasaba largas horas caminando alrededor de la estructura, intentando en vano ver el otro extremo, y recordando todos sus pecados.
De vez en cuando había curiosos o extraviados que llegaban a su islote, pero después de unos cuantos ahogados —que la marea devolvió a Porto Sol— empezó a crecer la leyenda de que el islote estaba embrujado, y que había una extraña estructura dominada por un espectro furioso.
Harto de la violencia y del contacto humano, el joven cuarentón decidió que algo habría que hacer para proteger la isla sin necesidad de teñirse de nuevo los puños de sangre ajena. También pensó que le gustaría usar sus riquezas para cambiar el mundo de alguna pequeña manera, pero fundamental y obvia. Quizá serviría como acto de contrición por sus pecados, o como venganza contra el cruel destino. ¿Cómo infectar al mundo con un cambio de paradigma?
Ya se le ocurriría algo después.
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