En realidad, no valía la pena darle otro vistazo a don Gumecindo. Con sus gafas culobotella, su panza cervecera, su andar cabizbajo, sus hombros redondeados y su vestimenta pasada de moda apenas si se notaba cuando entraba y salía de su modesta casita al final del callejón. Las comadres apenas se interrumpían para el buenosdías de rigor cuando pasaba Gumecindo cada mañana hacia su morada, y pocos notaban que al atardecer salía con prisa hacia la estación local del metro, cargando en la mano derecha su habitual mochila de deportes con bultos insignificantes.
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Cuando Laura era niña creía que era alguna memoria esa obsesión de sentirse arrebatada por un torbellino repleto de gritos y explosiones. Su memoria más temprana —o lo que ella consideraba ser una memoria y que su abnegada madre siempre disculpaba como pesadilla recurrente— era de una angustia total y de la lejana figura paterna que se enmarcaba más que nada por su desaparición.
Laurita, comprende, cariño, que tu padre falleció cuando apenas eras muy pequeña, y no tienes en realidad recuerdo alguno de él, le insistía su madre con cansancio y un poco de desesperación cada que esos recuerdos surgían vez tras vez en forma de pesadillas recurrentes.
Y Laura creció con la inquietud de averiguar si esos sucesos fuesen realidad, gastando su amplio intelecto en conseguir diplomas de periodismo y redacción en las escuelas públicas, que por las circunstancias su madre soltera fue lo único que pudiera proveerle cuando Laura anunció a los cuatro vientos que el periodismo fuere su único anhelo.
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Unos quince años antes, cuando Gumecindo se llamaba Alfredo y su hermano Carlos era presa de la heroína, existía una familia integrada por madre y padre y bebé de dos años de edad. En esos entonces, la madre de Gumecindo-Alfredo era una viuda incapaz de mantenerse al tanto de un adicto a las pastas con su mísera pensión del gobierno municipal del Estado de México, y su primera reacción fue encargarle al hijo enajenado al hijo misterioso, recién regresado de años de ausencia más allá de la frontera norte. Alfredo tuvo la dudosa suerte de pasarse su juventud como bracero, según él, laborando en los Estados Unidos y mandándole a su madre ingresos sin explicaciones ni justificaciones. Su madre, mujer práctica y sin curiosidad innata, recibía los cablegramas repletos de dólares sin preguntarse ni por un momento el esfuerzo ni el sacrificio que su hijo hubiere realizado por conseguirlos, pero sin fallar ni una ocasión en agradecerlo de corazón.
Alfredo nunca se quejaba, y sus cartas y llamadas telefónicas eran ejemplares de devoción filial al comentar trivialidades de noticias de la farándula y de los políticos de moda, sin revelar mucho de su vida privada.
Una vez regresado a la capital de México, junto con joven esposa y pequeño bebé, al momento en que su madre le rogó que se encargara del hermano Carlos y su debilidad por los opiáceos, Alfredo solo asintió con la cabeza y nunca protestó su suerte, ni se quejó de sus obligaciones.
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Como suele suceder, el hermano Carlos llegó a la encrucijada donde su adicción sobrepasó sus míseros recursos financieros, y poco a poco se enterró en la deuda de quien lo suministraba en la localidad. Igual, como era costumbre, el que le proveía de estupefacientes llegó a creerse intocable e invencible y cometió el error de visitar a Alfredo una tarde fatídica para exigirle pagos pendientes.
Alfredo, como era su costumbre, al regresar de trabajar en la fábrica de puertas de aluminio, estaba tomando un breve descanso en lo que la cena quedaba lista y mientras su esposa paseaba al bebé por el parque local, en la carreola, haciéndole plática a los vecinos o enseñándole a su pequeña bebé los nombres de pájaros, nubes y árboles en el trayecto del parque al hogar, cuando llegó la desagradable visita.
El traficante de drogas local era conocido como "El Chulo", y siempre se hacía acompañar por la Güendi y la Remedios. Según él, no había mejores guardaespaldas, puesto que ellas eran muy curvilíneas, aparte de ser psicópatas despiadadas, que no dudaban en acuchillar a quien les pusieran enfrente. Eran muy infames por ser crueles y despiadadas, aparte de gozar la dudosa fama de haber matado a una docena de infortunados entre las dos, sin contar los asesinatos que hubieran realizado en secreto.
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Cuando Alfredo había sido joven y vivía en los Estados Unidos, había cursado la preparatoria en una escuela pública. En el último año de la preparatoria, Alfredo había conocido a la chica de sus sueños, e hizo su mayor esfuerzo en cortejarla y conquistarla. Llegó el momento en el que era costumbre que los chicos invitaran a las chicas al baile para celebrar el primer juego de fútbol americano en el estadio local. Pero a lo largo de varias semanas Alfredo había estado sintiendo un deseo más allá de cualquier deseo que un adolescente siente a la corta edad de diecisiete años: deseaba matar a alguien. Completamente espantado por sentirse así, Alfredo decidió la noche del baile que era mejor olvidarse de la hermosa chica y que debería marcharse lejos y nunca más cruzarse en la vida de personas normales.
Alfredo decidió enlistarse en las Fuerzas Armadas y quizá morir en la nueva guerra en Mogadishu. Cualquier cosa sería mejor que sentir ese deseo de ver correr ríos de sangre entre sus dedos en compañía de chicas tan hermosas como Clara, la muchacha de sus sueños.
Buena o mala fortuna, quizá, pero Alfredo fue reconocido por quienes saben de esos menesteres que era una persona especial, y que gozaba de cierta "flexibilidad moral", muy deseada en integrantes de grupos especiales de ataque en la Armada, destinados a cumplir misiones en contra de blancos difíciles de alcanzar o difíciles de eliminar, y que requerían de mucho entrenamiento en armas de bajo calibre, armas blancas, estrategias terroristas y en combate de mano a mano.
Alfredo cumplió su obligación con las fuerzas armadas por cuatro años, y regresó al pueblo donde vivió como indocumentado durante su adolescencia. Montó toda una campaña para reconquistar a Clara, y después de varios meses logró su cometido, declarando sus intenciones de casarse con ella ese mismo año.
La boda fue sencilla, y la feliz novia tuvo al marido más considerado y contento en el mundo. Ella era muy perspicaz, y nunca tuvo la mala idea de preguntarle a Alfredo sobre esas pesadillas que hacían que se despertara sobresaltado, mordiendo las sábanas, o que a veces lo obligaban a brincar de pie sobre la cama y gritar como poseído por el demonio. Ella se limitaba a apaciguarlo con caricias, y lograba que sus músculos temblorosos descansaran sobre su regazo después de largos minutos de acariciarle el cabello con sus largos dedos.
Después de pocos meses ella pudo darle a Alfredo la feliz noticia de que un bebé venía en camino.
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Esa fatídica tarde, cuando el Chulo decidió visitar a Alfredo en su casa para exigirle el pago de las deudas de su hermano Carlos, Alfredo se encontraba sentado en el sillón, contento de esperar a que Clara regresara con el bebé después de pasear por el parque. La humilde casa de Alfredo tenía la entrada principal por la esquina de la estancia, que tenía ventanales que daban a la calle por un lado, y al callejón entre su casa y la del vecino por el otro lado.
—Con permisito —dijo el Chulo mientras abría la puerta con una mano y golpeaba levemente con los nudillos de la otra mano—. ¿Cómo está, don Alfredo? ¿Sabe quién soy? Claro que lo sabe. Todos en este vecindario saben quién soy. Seguro que ya sabía que un día nos conoceríamos cara a cara, ¿verdad?
Alfredo simplemente respiró profundo, y al ver a su hermano Carlos asomarse por una ventana, meneó la cabeza de un lado al otro levemente, para darle a entender que no entrara a la casa, que se largara lejos, que se pudriera y se enterrara en algún hoyo, o cualquier cosa excepto interrumpir la visita del Chulo. Fue buena suerte que su hermano entendió bien el mensaje y que esa fue la última vez que Alfredo vio a Carlos en toda su vida.
—Disculpe que lleguemos sin avisar… ya conoce a mis socias, esta es la Güendi y esa es la Remedios. No sean groseras y saluden.
Las dos mujeres que parecían vedettes se escurrieron con movimientos voluptuosos por la estancia hasta terminar sentadas una en el sillón al lado del sofá donde Alfredo estaba sentado, y la otra justo a un lado de él, apretándose junto a él de manera lasciva y obscena, estrujando un seno descomunal contra sus costillas y posándole el brazo encima de los hombros. Mientras, el Chulo se paseaba indolente por la estancia, tocando con el dedo las figurillas sobre las mesitas de esquina y pretendiendo leer los títulos de los libros en los estantes.
—Mire, no me gusta desperdiciar el tiempo. Entonces le diré sin rodeos el motivo de esta visita. Su hermano me debe dinero, y alguien tiene que pagar. Podría… insistirle a su hermano para que me pague, pero eso solo me dará como resultado a un drogadicto muerto y una cuenta sin saldar. Mejor hagámoslo de esta manera: usted me paga cada mes una cuota que cubra los intereses de lo que me debe su hermano y de lo que me quede a deber de aquí en adelante, y si gusta, puede pagarme cantidades adicionales para disminuir la deuda. Me ha dicho por allí un pajarito que usted tiene los medios para pagarme… claro, si no los tuviera, entonces podríamos ir a platicar con su madre. De seguro ella encontraría la manera de pagarme…
Los ojos de Alfredo centellaron. Cualquiera que lo hubiera conocido en Somalia sabría que era hora de batir la retirada. Pero el Chulo era un hampón ignorante, y no comprendía que a veces hay peores oscuridades en los corazones ajenos que en los propios.
—Señor… ¿Chulo? Escúcheme, yo no tengo tantos recursos como usted cree. Pero tengo una contraoferta. Lo que podemos hacer es que yo le ofrezco mis servicios de protección. A cambio de ello, usted me paga un sueldo, y de ese sueldo me descuenta la deuda que mi hermano tiene con usted.
—¿Perdón? No te entiendo…
—Es muy sencillo: le ofrezco mis servicios de protección: si usted me paga una cuota, la que usted quiera, entonces yo me aseguro de no hacerle daño a usted ni a sus chicas en ningún momento.
La estancia irrumpió en carcajadas.
La Remedios, sentada junto a Alfredo, tenía en la mano su navaja de muelle, lista para ser usada, y era la que más divertida se encontraba por la situación.
—Qué gracioso es usted, don Alfredo… Quizá usted no lo sepa, pero mis asociados son algunos generales del ejército, ¿entiende? Cualquier daño que usted piense que me pudiera suceder solamente se vería multiplicado sobre su familia, sus vecinos, y hasta sus mascotas. Vamos, no sea tonto, deje de decir pendejadas y quedemos de acuerdo de una buena vez.
Quizá el Chulo y Alfredo habrían llegado a algún acuerdo distinto, de no ser porque en ese momento Clara regresaba de pasearse por el parque con el bebé y estaba a punto de entrar a la casa. En el preciso instante en que Clara giró la perilla para entrar en la casa y que el Chulo, la Güendi y la Remedios voltearon para verla entrar, Alfredo salió disparado como si fuera un resorte.
Cruzó un brazo sobre el pecho para poder agarrarle la mano a la Remedios.
Girando las caderas y apoyándose del sillón, al mismo tiempo lanzó la punta del pie en una poderosa patada contra el esternón de la Güendi, haciendo contacto justo allí, entre la quinta y sexta costilla, y astillando los huesos hacia adentro del corazón.
Con el mismo impulso de la patada dio una maroma hacia atrás del sillón donde apenas había estado sentado. El brazo que apresaba la mano de la Remedios se enroscó sobre el cuello vulnerable de la criminal, y de un apretón violento quedaron rotas las vértebras cervicales. La Remedios tenía una navaja de muelle en la mano que rodeaba los hombros de Alfredo, apenas hacía dos segundos, y Alfredo ahora la tenía en su posesión.
Sin darle tiempo al Chulo para reaccionar más allá de ojos desmesuradamente abiertos y varias malas palabras pronunciadas, Alfredo hizo a la navaja extenderse y se la plantó a medio pecho al Chulo. Como gesto de crueldad, Alfredo giró la mano un cuarto de vuelta, asegurándose de que la navaja quedara completamente atorada entre las costillas, y para rematar rompió el mango para dejar la navaja clavada, sin esperanza de extraerse.
Alfredo se irguió con una mueca de desprecio en la cara, mirando imperturbable los últimos jadeos del Chulo.
Alfredo alzó la mirada para encontrarse con los ojos desorbitados de su querida Clara. Oh, Clara, pensó Alfredo, y le pidió que tomara su cartera, el bolso con lo pañales del bebé, y que se subiera en el automóvil para irse al pueblo de su madre, en el extranjero. Vamos, le insistió, no hay tiempo que perder, allá nos encontramos, vete ya, que no tenemos mucho tiempo antes de que empiecen a buscar a estos tres. ¡Vete ya, te estoy diciendo!
La pobre Clara no atinaba a decir nada coherente entre las lágrimas de miedo y horror ante lo presenciado, y simplemente hizo lo que le habían apenas ordenado.
Mientras tanto, Alfredo tomó de las muñecas a la Güendi, ya que seguía dando respiros agónicos, y la arrastró hacia la cocina. Después de forcejear un poco con la estufa, Alfredo la tumbó a puntapiés, quebrando el enchufe del gas y quitando por fin a un lado el mueble. Sin importarle la horrible fuga de gas, Alfredo retiró una tabla suelta del piso debajo de donde había estado la estufa y retiró de allí varios pasaportes falsificados, una pistola automática con dos cartuchos de carga adicionales, un par de bultos gordos de billetes y un par de granadas de mano.
La Güendi estaba recobrando la conciencia un poco cuando Alfredo le rasgó el vestido y le arrancó las pantaletas. Valiéndose de varios escupitajos, logró humedecer una granada de mano lo suficiente para atiborrársela a medias en la vagina, sin importarle el desgarre y sangrado resultante. Así lo había hecho innumerables veces durante la guerra, y así lo hizo ahora. Jaló el pasador que aún sobresalía y de un empujón la aventó junto a la toma del gas.
Apresurándose a salir por última vez de su feliz hogar, Alfredo lanzó la otra granada sobre el hombro.
Cinco segundos después la explosión resultante hizo temblar a todas las casas en el vecindario, y la casa quedó hecha añicos.
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Laura andaba de buena suerte: el pretendiente de este mes era oficial novato de la policía, y para impresionarla le había contado detalles sobre un caso de asesino en serie que el departamento estaba investigando en secreto.
Parecía que todas las víctimas eran presuntos traficantes de drogas, pero dadas las condiciones actuales, ningún organismo policiaco o gubernamental se atrevería a nombrarlos como tales. Algunas de las víctimas eran influyentes hasta con el gobierno federal, y esa notoriedad era lo que había movilizado a las autoridades a realizar una investigación masiva.
Las víctimas siempre eran encontradas a pocos pasos de sus automóviles, y tenían pegada una tarjeta a media frente que leía: "Vergüenza".
Laura tenía la esperanza de poder estar presente cuando arrestaran por fin al asesino en serie, que si los rumores fueran ciertos, había despachado ya a veintitrés traficantes de drogas: desde simples traficantes locales hasta dos o tres funcionarios del gobierno federal.
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Don Gumecindo salió de nuevo esa noche bastante apresurado, con su mochila de deportes en mano. Ni uno solo de sus vecinos se percató de ello.
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El blanco en esta ocasión era un oficial novato de policía, que había sucumbido ante la tentación de ganarse varios miles de pesos adicionales al mes por tan solo acarrear un paquete de un bar hacia un centro nocturno al otro lado de la ciudad. El muchacho se había convencido a sí mismo de que era una tarea importante, ya que su sargento era quien le había encargado esa tarea, y quien le pagaba cada entrega por adelantado.
El novato no creía que hiciera ningún mal a nadie, puesto que el paquete podría contener medicamentos… o tal vez documentos importantes.
Pero esta noche quizá sería la noche de suerte, y por fin conquistaría a esa reportera tan bonita, la de piernas fabulosas, que había estado rondando el caso con tal de obtener un reportaje exclusivo. Así que decidió llamarla y pedirle que lo acompañara esta noche, mintiéndole al decirle que estaba a cargo de la vigilancia en el caso del asesino en serie.
Ella aceptó de inmediato, y el policía hasta se puso ropa interior nueva esa noche, pensando que contaría con buena suerte en la conquista de la reportera.
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El policía novato no tuvo la mínima oportunidad: al salir del bar donde invitó a la reportera a encontrarse y tomar un par de tragos, el policía se encontraba entusiasmado de su buena suerte con el paquete especial bajo el brazo. Mientras le lanzaba la mirada más coqueta que podía a la reportera, apenas si tomó en cuenta al vagabundo maloliente que daba traspiés hacia ellos.
Pero mientras el novato pensaba en la siguiente frase de innuendo para sugerirle a la chica que sería mejor que se retiraran a un sitio más íntimo, el vagabundo apenas si los pasó y con una agilidad como de cobra dio un paso a un lado y le clavó una bayoneta en la nuca al novato.
—Maldita sea, ¿por qué no estás a solas, pendejo?
En su ira, el vagabundo rompió el silencio que había guardado por años, y fue tanto su enojo que le dio un cuarto de giro a la bayoneta y rompió el mango, para dejar incrustada la navaja en el cuello, sobresaliendo por enfrente junto con grandes rociadas de sangre arterial.
Todavía temblando del coraje, no reaccionó cuando la muchacha se precipitó sobre el cuerpo del policía, sacó el revólver de su cinturón, y abrió fuego contra él. Tres, cuatro, seis veces, una tras otra, mientras lloraba de miedo y de desesperación.
Gumecindo, antes Alfredo, al principio solo registró unos golpes secos a medio pecho, sin sentir en realidad que la vida se le iba en cada respiro.
De repente, el mundo se le volteó de lado, ya que no se dio cuenta cuando las piernas dejaron de responderle. De lo único que se percataba en ese momento era un rostro juvenil tan parecido a su querida esposa, que perdió hace tantos años con tal de protegerla de la venganza de hampones traficantes de drogas.
—¿Clara?
Fue la última palabra de Gumecindo, quien Laura nunca podría reconocer como Alfredo.
FIN
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