Cuentan los abuelos que la Quinta Mazorcas siempre ha estado abandonada. «Ah, chingado, ¿cómo que siempre? A güevo que tuvo que haber quién la construyera y viviera allí, ¿que no?». Siempre así protesta alguno cuando los ancianos al fin comentan al respecto, después de haberse bebido varios pulques. Y es que cuesta trabajo convencer a los abuelos para que hablen sobre ello, porque nadie del caserío habla sobre la Quinta Mazorcas nunca. Nadie. Solo los que van de paso camino a Aguascalientes o quizá a San Luis Potosí son los que preguntan. O sea, puros forasteros son los metiches.
De niños, cuando nos agarraba la curiosidad y le pedíamos a Tata Chemo que nos platicara sobre la Quinta, nuestros padres nos agarraban a coscorrones hasta hacernos callar. Y curiosamente cuando adolescentes a ninguno se nos ocurriría ir a aventarle piedras a las tapias, o a explorar la casa grande. Era como la mancha de grasa en la pared, la que se forma por las cabeceras de las camas, que realmente nadie nota ni comenta, y que nadie limpia. La Quinta Mazorcas era la mancha en nuestro caserío.
En la pulquería donde estamos acaban de entrar unos gringos, todos descoloridos, altotes, peludos, vestidos con sus pantalones cortos y en sandalias, como si no supieran que para andar en el monte hay que traer botas de las buenas. Vienen con el cuello adornado de cámaras fotográficas y con espejuelos y gorras que no se quitan adentro del local ni por respeto. Y tienen ya cinco minutos preguntando a los abuelos sobre la Quitna Mazorcas. Al fin los abuelos dicen de nuevo su letanía de que nadie ha vivido allí nunca desde el principio, y que nadie sabe nada al respecto. Los gringos hablan recio y se ríen como tarados de todo, y se beben el pulque como si fuera agua, y haciendo su escándalo se marchan en dirección a la Quinta.
Todos los presentes en la pulquería se tornan cabizbajos y meditabundos, y cesan todas las conversaciones. Sin despedirme siquiera salgo de la pulquería y me monto en mi yegua pinta. Tengo curiosidad de ver qué sucede con esos gringos, y es fácil seguirle la huella a su camioneta todoterreno. Me la encuentro abandonada enfrente del portón de la Quinta Mazorcas. Quisiera irme a asomar, a ver si veo a alguno de los gringos, pero la tarde se ha llenado de sombras y los trinos de los pájaros se han convertido en un zumbido lejano que siento con las muelas en lugar de con las orejas. No se escucha a ningún gringo bobalicón por ningún lado, y no pasan ni diez minutos antes de que las sombras me lleguen hasta el corazón y me tiemblen las rodillas, y mejor me regreso a donde dejé amarrada la yegua y me largo de allí.
La Quinta Mazorcas parece estar agazapada en su pequeño claro, al acecho de cualquiera que se arrime demasiado. A espaldas de la Quinta que nadie construyó y que nadie ha habitado hay un maizal que nadie ha cultivado ni cosechado. Las plantas se yerguen diez o doce metros de altura, y las mazorcas parecen sonrisas de soslayo, que saben muy bien qué pasó con esos gringos, que nadie verá de nuevo.
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